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Inteligencia

  Oscar'Muñoz   Martes 14 de noviembre de 2017 a las 06:38 pm

La inteligencia, o conducta inteligente, se define de distintas maneras como una “eficiencia mental general”, una “capacidad cognitiva innata” o “la capacidad agregada o global de un individuo para actuar con finalidades definidas, pensar de manera racional y tratar de modo eficiente con su ambiente” (Wechsler). Es global porque caracteriza la conducta del sujeto como un todo; es un agregado en el sentido de que está compuesta por diversas capacidades cognitivas independientes y distinguibles desde el punto de vista cualitativo. El tema anterior seguramente es de interés para los neurólogos porque la inteligencia se altera por innumerables trastornos del encéfalo, aunque no pueden atribuirse con facilidad a una región cerebral o función cognitiva particulares. Además, en las demencias y el retardo psíquico la inteligencia se afecta en grado considerable en una forma que no se explica, salvo el aspecto peculiar aunque global de la función encefálica.

Como cualquier persona educada sabe, la inteligencia tiene alguna relación con la función cerebral normal. También es evidente que el nivel de inteligencia difiere en gran medida de una persona a otra, y que los miembros de ciertas familias son excepcionalmente brillantes y están dotados de una gran capacidad intelectual, en tanto que los miembros de otras familias son todo lo contrario. Si se motivan de la forma apropiada, los niños inteligentes serán excelentes en la escuela y tendrán puntuaciones elevadas en las pruebas de inteligencia. En realidad, las primeras pruebas de inteligencia, que idearon Binet y Simon en 1905, tenían el objetivo de pronosticar el triunfo escolar. En 1916, Terman creó el término coeficiente intelectual, que suele representarse con las siglas IQ (intelligence quotient) e indica la cifra que se obtiene al dividir la edad mental del sujeto (determinada por la escala de Binet-Simon) entre su edad cronológica (hasta el decimocuarto año de la vida) y multiplicar el resultado por 100. El IQ se correlaciona con los logros escolares y el triunfo final en el trabajo profesional. El IQ se incrementa con la edad hasta los 14 a 16 años y a continuación se mantiene estable, al menos hasta la vida adulta tardía. A cualquier edad una gran muestra de niños normales obtiene calificaciones de la prueba normales en relación con la distribución normal o gaussiana.

Los estudios originales de la genealogía de familias muy inteligentes, y de otras con menor capacidad mental que revelaron una concordancia impresionante entre padres e hijos, apoyan la idea de que la inteligencia es en gran medida heredada. Sin embargo, resultó evidente que también influía en los instrumentos de valoración el ambiente en que el niño se criaba. Además, esas pruebas eran menos confiables para identificar a los niños que tenían talento, pero que no habían recibido oportunidades educativas semejantes. Esto condujo a que se creyera, en general, que las pruebas de inteligencia sólo eran pruebas de los logros y que los factores determinantes de la inteligencia eran los ambientales que propiciaban el alto rendimiento. Ninguna de estas opiniones es del todo correcta. Los estudios de gemelos monocigóticos y dicigóticos criados en la misma familia o en familias distintas arrojaron luz sobre estos criterios. Los gemelos idénticos criados juntos o por separado tienen inteligencia más parecida que los gemelos no idénticos criados en el mismo hogar (consúltense las revisiones de Willerman, Shields, y Slater y Cowie). Un estudio de gemelos ancianos, que efectuaron McClearn et al., ha suministrado más luz en este sentido; incluso en los gemelos de más de 80 años de edad una parte sustancial (alrededor de 62%) de su desempeño cognitivo puede explicarse por los rasgos genéticos. Estos hallazgos sugieren que la experiencia durante la vida altera la inteligencia sólo en forma limitada. Por lo tanto, no puede haber duda de que la carga genética es el factor más importante, un enfoque que defendieron Piercy y, en fecha más reciente, Herrnstein y Murray (la curva de Bell). Sin embargo, también hay datos de que el aprendizaje temprano modifica el nivel de capacidad que se alcanza finalmente. Esto último debe considerarse no como la suma de factores genéticos y ambientales, sino como el producto de ambos. No menos importante es el hecho de que en general se acepta que los logros o los buenos resultados no académicos dependen de diversos factores distintos a los intelectuales, como habilidad para aprender, interés, persistencia y ambición o motivación, factores que varían de modo considerable de una persona a otra y que no miden las pruebas de inteligencia.

Al igual que ocurre con los mecanismos genéticos que intervienen en la transmisión de la inteligencia de una generación a otra, son pocos los conocimientos al respecto. Se ha reconocido un número excesivo de varones con retardo psíquico y síndromes perfectamente caracterizados en los que la transmisión hereditaria del retardo está ligada al X; como se describe en los capítulos 28 y 38. Un signo notable lo constituyen también los perfiles algo distintos de rendimiento de subpruebas entre varones y mujeres (los varones tienen un mejor rendimiento en las subpruebas de capacidad espacial y algunas tareas matemáticas), situación que se debe a algún gen ventajoso o aberrante en un solo cromosoma X, en tanto que la mujer se beneficia del mosaico que forman los dos cromosomas X. En algunas familias hay segregación de la gran inteligencia en algunas personas, gracias a un mecanismo ligado al X. Estudios ulteriores determinarán la validez de este criterio y su contribución a los conocimientos de lo que sin duda alguna resultará ser una herencia poligénica de rasgos intelectuales.

Puede pensarse que la estructura y la función neurológicas se correlacionan de alguna manera con la inteligencia; empero, dicha vinculación es difícil de fundamentar excepto en el retardo patológico (caps. 28 y 38). El peso encefálico tiene escasa correlación con el cociente intelectual y es probable que la complejidad de las circunvoluciones (a pesar de nociones difundidas en sentido contrario que incluyen el análisis del encéfalo de Albert Einstein, muy criticado), posea pequeña o nula relación con la inteligencia. (En lo que respecta al cerebro de Einstein, Witelson et al. plantearon que el mayor volumen del lóbulo parietal inferior, un área de asociación modal cruzada, quizá explicó su genio visuoespacial y matemático, aunque ha sido un punto discutible.) Sólo los índices de vigilia y facilidad de registro sensitivo realizados en laboratorio (velocidad de respuestas motoras/tiempo de reacción y reconocimiento rápido de diferencias entre líneas, formas o imágenes) guardaron una relación neta, aunque pequeña, con el cociente intelectual. Sin embargo, es un dato interesante que los signos morfométricos de las regiones de la corteza, que son el asiento supuesto del cociente intelectual, y las capacidades verbales, como las áreas frontales y del lenguaje, muestran un componente hereditario cuando se miden con resonancia magnética (magnetic resonance imaging, MRI) de alta resolución en gemelos (véase Thompson et al.).

En cuanto a las teorías psicológicas de la inteligencia, se sostienen dos de manera tradicional. Una es la teoría de los dos factores de Spearman, quien observó que todas las pruebas separadas de las capacidades cognitivas se correlacionaron una con otra, lo que sugiere que un factor general (factor g) interviene en todo el desempeño. Puesto que ninguna de las correlaciones entre las tareas se aproxima a la unidad, postuló que cada prueba medía no sólo esta capacidad general (a menudo identificada con la inteligencia), sino también uno o varios factores subsidiarios específicos de las pruebas individuales. Estos últimos los designó como factores s. Una segunda hipótesis, la teoría multifactorial de Thurstone, propone que la inteligencia consiste en diversas capacidades mentales primarias, como memoria, facilidad verbal, capacidad numérica, percepción visuoespacial y capacidad para resolver problemas, todas ellas más o menos equivalentes. Estas capacidades primarias, aunque correlacionadas, no se subordinan a una capacidad más general. Otro criterio, expresado por Alexander, apoya la noción de Spearman de un factor g, pero destaca que el factor solo no es adecuado para explicar del todo las variaciones entre una y otra subpruebas. En el caso de Eysenck, la inteligencia existe en tres formas: biológica (componente genético), social (desarrollo del componente genético vinculado con relaciones personales) y diversas capacidades específicas que pueden ser medidas por pruebas (tests) psicométricas.

En ocasiones resurge la teoría multifactorial de Thurstone de la inteligencia; en fecha muy reciente lo ha hecho a través del planteamiento de Gardner, quien reconoce seis categorías de función cerebral de orden elevado: la lingüística (que abarca todas las funciones del lenguaje), la musical (composición y ejecución), la lógica-matemática (las ideas y los trabajos de los matemáticos), la espacial (talento artístico y creación de impresiones visuales), la corporal cinestésica (danza y deportes) y la personal (conciencia o conocimiento de sí mismo y de otros en las interacciones sociales). Él califica cada una de ellas como inteligencia, y las define como la capacidad de resolver problemas o dificultades y ser creativo dentro de un campo en particular. Las siguientes líneas de evidencia se reúnen en apoyo de esta medición de lo que en realidad son habilidades y capacidades separables: 1) cada una de estas capacidades puede desarrollarse hasta un nivel excepcionalmente elevado en ciertos individuos, lo que constituye el virtuosismo o la genialidad; 2) cada una puede destruirse o permanecer indemne de manera aislada como consecuencia de una lesión en cierta parte del sistema nervioso; 3) en ciertos individuos, por ejemplo en los llamados prodigios, la competencia especial en una de estas capacidades se manifiesta a una edad muy temprana, y 4) en el autista retrasado mental puede respetarse una de estas capacidades (idiota sapiente). Cada una de tales entidades parece tener un origen genético en la medida que se observan en familias facultades musicales, artísticas, matemáticas y deportivas, pero el desarrollo pleno de cada una depende también de factores ambientales.

Se cuenta sólo con datos limitados en lo que se refiere a los niveles más altos de inteligencia que se identifican como genio. El estudio longitudinal de Terman y Ogden de 1 500 niños de edad escolar en California, quienes se examinaron por primera vez en 1921, apoyó la idea de que un IQ en extremo alto predecía los logros escolares futuros (aunque no siempre el éxito ocupacional). Por otro lado, la mayoría de los individuos reconocidos como genios es en especial hábil en un dominio (como pintura, lingüística, música, ajedrez o matemáticas) y el IQ no siempre predice el dicho “dominio del genio”, aunque ciertas personas desarrollan superioridades en forma cruzada, por ejemplo en matemáticas y música.

Los aspectos propios del desarrollo en relación con la inteligencia se exponen a detalle en el capítulo 28. Una de las teorías principales es la de Piaget, quien propuso que ésta se logra en etapas definidas relacionadas con la edad: sensitivomotora, de los cero a los dos años; del pensamiento preconceptual, de los dos a los cuatro años; del pensamiento intuitivo, de los cuatro a los siete años; de las operaciones concretas (conceptualización), de los siete a los 11 años, y por último, el periodo de las “operaciones formales” (pensamiento lógico o abstracto), de los 11 años de edad en adelante. Este esquema implica que la capacidad para el pensamiento lógico, que se desarrolla según un programa ordenado, está codificada en los genes. Desde luego, es posible reconocer estos estados del desarrollo intelectual en el niño, pero la teoría de Piaget se critica porque es demasiado anecdótica y por carecer de validación cuantitativa que podría derivarse sólo de los estudios de una gran población normal. Más aún, no toma en cuenta las capacidades especiales del individuo, que no se desarrollan usualmente y llegan a su máximo al mismo tiempo que las capacidades intelectuales más generales.

Cabría suponer que en neurología, ciencia en la que el profesional se expone a tantas enfermedades que afectan el cerebro, sería posible verificar una de estas diversas teorías de la inteligencia y determinar la anatomía de esta entidad cognitiva. Se presume que el factor g de la inteligencia se altera al máximo en las lesiones difusas, en proporción con la cantidad de tejido encefálico afectada, idea expresada por Lashley como “principio de la acción de masas”. En realidad, según Chapman y Wolff, existe una correlación entre el volumen de tejido perdido y el déficit general de la función cerebral. Otros no coinciden y afirman que no puede reconocerse un déficit psicológico universal en los casos de lesiones que afectan partes específicas del cerebro. Es probable que la verdad se encuentre entre estos dos puntos de vista divergentes. Según Tomlinson et al., quienes estudiaron los efectos de las lesiones vasculares en el cerebro que envejece, las lesiones que afectan más de 50 ml de tejido causan cierta reducción general en el rendimiento, sobre todo en la rapidez y la capacidad para resolver problemas. Por otro lado, Piercy encontró correlaciones positivas sólo entre deficiencias intelectuales específicas y lesiones de porciones particulares de los hemisferios izquierdo y derecho. Estos trastornos se discuten en el capítulo 22. Es sorprendente que las lesiones de los lóbulos frontales, y en particular las regiones prefrontales, que alteran de modo notorio las funciones de planeación y “ejecutivas”, no afectan de manera mensurable el IQ, excepto en tareas específicas para estas habilidades.

Los autores de esta obra concluyen, con base en su experiencia personal y en las pruebas obtenidas de estudios neurológicos, que la inteligencia es una gestalt (psicología de la forma) de múltiples capacidades primarias, cada una de ellas al parecer hereditaria y con una anatomía separada, pero hasta hoy mal delineada. Los autores discrepan con Thurstone y Gardner en el sentido de que estas capacidades especiales son de rango equivalente con respecto a lo que en general se considera “inteligencia”. Le asignan una importancia desproporcionada a algunas, a saber, lingüística y matemática y tal vez a capacidades espaciales-dimensionales. Estas últimas son básicas para la ideación y la resolución de problemas, y en gran medida están ausentes en el retraso mental y se pierden al principio de las enfermedades demenciales. En la medida en que la facilidad con las operaciones mentales generales que exigen la manipulación de símbolos abstractos e ideas califique a una persona como “inteligente” y ello tenga una correlación mutua, el factor g de Spearman es una explicación creíble, aunque no del todo satisfactoria de la inteligencia.

Los datos neurológicos no excluyen la posibilidad de un factor g, que no puede dejar de medirse en muchas de las diferentes pruebas de la función cerebral. Se expresa en pensamiento y razonamiento abstractos, y es funcional sólo si las conexiones entre los lóbulos frontales y otras partes del cerebro están intactas. La atención, los impulsos y la motivación son atributos psicológicos no cognitivos de importancia fundamental, cuya anatomía y fisiología precisas aún no se identifican, pero son generados en gran medida en la región frontal y prefrontal. Es posible también, tal vez probable, que las áreas de asociación del encéfalo participen en la apercepción de experiencias sensitivas y su modificación hasta la forma simbólica; lo anterior también es válido en lo que toca a la capacidad de vincular mutuamente ideas y almacenar conceptos, y en este caso, la memoria interviene decisivamente. Por tal razón, tendría que considerarse que la memoria y la capacidad de aprendizaje constituyen una entidad cognitiva separada con su propia localización neuroanatómica. Luria (consultar la sección de lóbulos frontales en el cap. 22) ha analizado en detalle las relaciones entre las capacidades especiales comentadas. En la monografía de Mackintosh también se expone una relación más actualizada del tema del cociente intelectual y la inteligencia.

El análisis neurológico del máximo logro humano y el método de progreso hecho por el hombre plantea un problema todavía más complejo, es decir, la creatividad. En algunas formas, esta última está vinculada con capacidades especiales que siguen las pautas de la inteligencia basada en modalidades de Gardner, sobre todo en relación con el trabajo artístico, pero las estructuras encefálicas que intervienen en la estética y la abstracción son por completo desconocidas, como destaca Zeki. Se han obtenido algunos conocimientos del hecho de que la inteligencia y la capacidad de resolución de problemas son innatas, pero que poseen un vínculo superficial con la creatividad, y que hay ausencias y deficiencias congénitas de reconocimiento de las capacidades visuales, artísticas o matemáticas. Como se indica en el capítulo siguiente, es muy probable que los rasgos como la creatividad no estén situados en un lóbulo o estructura particular del encéfalo, sino que quizá dependan del desarrollo excesivo de algunas áreas de asociación y también de los impulsos del lóbulo frontal y, por supuesto, se manifiestan sólo cuando la persona recibe enseñanza y educación plenas.

REFERENCIA BIBLIOGRÁFICA

Ropper, A., Samuels, M., Adams, R. and Victor, M. (2011). Principios de neurología [de] Adams y Victor. México: McGraw-Hill Interamericana.


TAGS: neurología, Adams, inteligencia

 

 
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